El parásito de los poetas

Entro al salón, un salón que queda al final de un largo pasillo de un horroroso color blanco vacío, el cual se extiende hasta la última puerta al fondo. La profesora que nos da la clase allí nos propone hacer «mesa redonda», las sillas se distribuyen espacialmente hacia los extremos del salón rodeando todo y dejando un enorme espacio vacío en el centro. Algo que imita a los seminarios alemanes, los foros de discusión, grupos de alcohólicos anónimos y una secta a la que asistí hace al menos un año, claro que con fines investigativos, aunque el lector no se lo estuviera preguntando.

Varios de mis compañeros disfrutan andando con los libros debajo del brazo, aún teniendo sus maletas. Los ponen sobre el pupitre de forma inocente, esperando que alguien se acerque y pregunte y ellos se vean obligados a replicar un discurso que no puede ser más elaborado aun cuando quisieran dar la impresión de que es algo que se les acaba de ocurrir. Uno de ellos lleva una edición de esa biografía que hace Fernando Vallejo sobre Porfirio Barba Jacob. Una edición de Alfaguara gorda y enorme, como todas las publicaciones Alfaguara recientes; de papel pesado y una fuente tipográfica que abarca más espacio del que el escritor habrá utilizado en hacerlo que alegraría a cualquier lector de edad avanzada o con la miopía mas severa. Fernando Vallejo como biógrafo de poetas es increíble, ésta y la biografía que escribió sobre José Asunción Silva, aparte de ser tremendos documentos investigativos; aun cuando Vallejo en la biografía de Silva no perdona un hijueputazo, demuestra la ternura que se puede tener al escribir sobre alguien que nos inspire amor. He amado a poetas. He leído escritores que no lo son y los he amado como hermanos, como amigos cercanos, y cuando llega la hora de desprenderme de ellos, en ocasiones, para alguien de mi carácter dependiente y tan dado a los apegos, me es algo complicado. Pero, aun así y con todo, leer biografías de poetas es un ejercicio que todo lector debería evitarse.

Si alguien quiere saber de mi vida que se remonte a mis versos, escribe Whitman en algún lado, que, a propósito, también recomendaba despreciar las biografías de poetas. Cioran escribía sobre Shakespeare que, si alguien quería saber sobre su vida, iba a encontrarla repartida entre la vasta galería de personajes en su obra. Leer sobre poetas es algo inevitable en ocasiones. Hay algunos escritores que nos parecen demasiado oscuros y debe uno remitirse a detalles de su vida personal para entender algunos aspectos de su obra. Pero esa lectura es académica, obsesiva, casi creería uno típica de un acosador, demostrando que lo más odioso de algunas cosas, no son las cosas en sí, sino quienes deciden otorgarle sus atributos. Siempre se me ha hecho repulsiva esa figura del fan. Y en la actualidad, es normal ver entre el público lector que ésta suceda.

En si misma, toda idea que tenemos del mundo o de quienes lo habitan, es neutra o debería serlo; pero es el hombre quien la anima y proyecta en ella el furor de sus llamas y sus delirios; impura, la idea es transformada en creencia y se inserta en el tiempo como una especie de esquizofrenia que cae sobre el individuo y le distorsiona la visión que tiene de sí mismo o de lo que lo rodea. Así mismo sucede con lo que podría escribir uno sobre cualquier hombre, porque por un lado, ¿Qué tanto se puede decir de un hombre que no diga nada de uno mismo, qué tanto podemos decir de los demás sin decir nada de nosotros de por medio?; por otro lado, por más que se investiguen los datos de una vida, qué comía, dónde caminaba, con quienes lo hacía, si fumaba o no fumaba, si era la mano izquierda con la que escribía, si se enamoró de A o Z, no termina por decirnos nada sobre la intensidad con que sucede la vida interior de cualquier persona, más allá de si se es poeta o no.

No puedo decir nada de los otros, porque en realidad son tan desconocidos para mí, como lo soy yo para mí mismo, que me soy más extraño a mí que las personas a mi alrededor. Un hombre por sí solo es un hombre, pero cuando uno de nosotros decide volcar en él, condicionados por nuestra propia visión limitada del mundo, algo del fuego de nuestras demencias, o ver desde éstas el espectro prismático y caleidoscópico que es una vida, se puede caer en el error de quedarse con la versión de una vida limitada por aquel que la escribe. Versión limitada por aquellos que la leen y en su mayoría la aceptan como un amplio y vasto mundo que reconstruyen idólatras por instinto, que ofrecen una imitación en forma de balbuceo de lo que fue el universo de sus héroes personales, porque no se escribe ni se lee por otra cosa estas biografías, mas que por la vanidad de leernos a nosotros mismos en otros y sentirnos identificados con esas versiones que otros nos dibujan de aquellos que de alguna manera son sujetos de nuestra admiración.

No hay nada más aburrido en el mundo que un escritor que solo escribe sobre sí mismo, escribía en una carta Flaubert. Pero pienso que hay algo más tedioso y es aquellos escritores que escriben sobre la vida de los otros con la propiedad de quien la ha vivido y aquellos lectores que solo buscan en los libros que leen, verse siempre reflejados, pero un mono jamás verá reflejado un ángel en un espejo, y no vemos nada en el exterior que ya no exista con anterioridad en nosotros. Hay escritores que llevan su ejercicio de escritura a una completa o parcial despersonalización, Elías Canetti, Susan Sontag, Chantal Maillard, por mencionar algunos ejemplos, logran escribir de los otros, pero sin caer en el error de creerse a sí mismo como observadores precisos y certeros o conocedores de la condición humana por esto. Su visión era sencilla y limpia, permitiéndose dejar a los otros vivir en ellos, habitarlos, sin esa necesidad de apropiarse ni ser invasivos con sus vidas, estar vaciados por completo y permitir en su existencia interior, pero es gracias a la constante experiencia de vaciarse, algo sobre la que escribiré mas adelante. Ofrecer una visión del mundo que no caiga en el juicio de nuestra propia percepción, requiere de haber aprendido a tomar distancia de nosotros mismos, de dudar de nosotros y de lo que pensamos, de cuestionarnos sin caer en la necedad de someternos a valoración. Mientras eso no suceda, seguiremos leyendo versiones parciales de la vida de seres que jamás llegaremos a conocer, cuando la mejor forma de acercarse a quienes eran, si es nuestro interés, es leyéndolos con los oídos atentos, cristalinos y diáfanos, sin esa intención de ser invasivos y querer descifrar al otro o escudriñar en su vida, sino como quien se interesa por los asuntos de alguien querido.

Es una constante en las universidades que enseñan literatura, más allá de sus distintos énfasis y enfoques, el crear lectores agresivos, alimentar la idea de los lectores activos que muchas veces los estudiantes confunden con entrar dando cabezazos a los libros, como quien intenta partir ladrillos. Tal vez la delicadeza permita mayor flexibilidad en nuestra visión al adentrarnos en estos. No excluyo con esto la idea de una lectura crítica, que sea interpretativa, más no sobreintepretada. Pero seguir construyendo una idea de la literatura apilada sobre un edificio macizo e inerte como lo son las biografías, es sepultar el ejercicio de espíritus individuales que buscaban sobre todos llevar el ejercicio de sus vidas más allá de lo que sus mismas palabras o las de otros dijeran de ellos. Seguirlo haciendo, es enterrar aquellos espíritus y no permitirles el triunfo que han ganado al olvido sobre sus memorias.

Texto: Daniel Abril

Cordero Asado

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

-¡Hola, querido! -dijo ella.

-¡Hola! -contestó él.

Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.

-¿Cansado, querido?

-Sí -respondió él-, estoy cansado.

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.

-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose.

-Siéntate -dijo él secamente.

Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.

-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -Le observó mientras él bebía el whisky-. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día -dijo ella.

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

-No -dijo él.

-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.

-No quiero -dijo él.

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.

-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.

-No me apetece -dijo él.

-¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.

Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.

-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada -. Vamos -dijo él-, siéntate.

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

-Tengo algo que decirte.

-¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?

El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.

-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada.

Esta vez él no contestó.

Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.

Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.

-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no hagas cena para mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.

«Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?

Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.

Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.

-Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también-. Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.

Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.

Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.

-Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

-¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?

-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.

El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.

-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.

-¿Quiere carne, señora Maloney?

-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

-¡Oh!

-No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?

-Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?

-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.

-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?

El hombre echó una mirada a la tienda.

-¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

-Magnífico -dijo ella-, le encanta.

Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:

-Gracias, Sam. Buenas noches.

Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.

«Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

-¡Patrick! -llamó-, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:

-¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!

-¿Quién habla?

-La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.

-¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

-Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

-Iremos en seguida -dijo el hombre.

El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

-¿Está muerto? -preguntó ella.

-Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.

-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives.

Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.

«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

-No -dijo ella.

No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.

-No -dijo ella.

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.

La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.

-¿Y un atizador?

-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.

La búsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.

-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una bebida?

-Sí, claro. ¿Quiere whisky?

-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.

-¿Por qué no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

-Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?

-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!

-¿Quiere que vaya a apagarlo?

-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.

-Jack Nooan -dijo.

-¿Sí?

-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?

-Si está en nuestras manos, señora Maloney…

-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.

-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.

-¿Quieres más, Charlie?

-No, será mejor que no lo acabemos.

-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.

-Bueno, dame un poco más.

-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.

-Por eso debería ser fácil de encontrar.

-Eso es lo que a mí me parece.

-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:

-Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.

-Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

Relato: Roald Dahl (El mejor humor inglés, Editorial Anagrama. Mayo 2009)
Ilustración: Tishk Barzanji
Ariel Sun

Lo que sabemos de Franco

¿Nací?

Digamos que nuestro personaje es Franco. Franco es un joven delgado, algo abúlico, de cara aturdida, como si su mente estuviera de turismo todo el tiempo. Franco es un personaje que va surgiendo mientras escribo esto, o sea que Franco solo existe en la medida que le doy atributos y lo voy formando. Me pregunto si acaso Franco escuchará el sonido de mi voz describiéndolo.

Un día cualquiera

Franco despierta una mañana; por decisión de él y no porque yo lo haya escrito, aunque el escribirlo asevera que Franco se encuentra despierto, si no lo escribo, apenas Franco lo notaría, despierta con una sensación extraña en la boca. Un sabor cobrizo hace más pesada su lengua. Su aliento exhala un aroma metálico. Franco se mira en el espejo. Yo lo veo mirarse, pues me da curiosidad también que es lo que sucede en la boca de Franco, porque, aunque el lector supone que el narrador sabe lo que está sucediendo, realmente los hechos solo van surgiendo ante él y no actúa como un profeta, ni como un predicador del futuro, sino más como un observador curioso. Un vecino chismoso que se asoma en la ventana de enfrente. Así que, tanto para Franco como para mí, lo que sucede en su boca es un misterio. Aunque nuestra vista alcance a ver algo del final, lo que hay entre este punto y en lo que termina es todo un misterio. 

El diente

Franco va al dentista. Sé que lo hace porque lo he escrito, tal vez si no lo hubiera escrito, Franco habría hecho caso a esa idea absurda que tenía en mente de que era un problema gastrointestinal. Pero escribo “Franco va al dentista” y él debe obedecer, porque él es Franco y yo escribí que debía ir al dentista. El dentista, un hombre que solo es una pequeña pieza de nuestro relato. No le daremos un rostro, solo mostraremos sus manos de dentista escarbando en las fauces de Franco. Unas manos enguantadas y sanitizadas se deslizan y revuelven la cavidad bucal de Franco. El doctor acerca lo que asumimos es su mirada, lo asumimos porque solo escribí sobre sus manos enguantadas y sanitizadas, la visión de la cabeza y lo que hay en ella, ya solo lo sabe Franco, y observa algo que se esconde detrás del incisivo superior izquierdo de Franco.

Movimiento

Franco se va del dentista algo angustiado. Está angustiado muy a mi pesar, quisiera escribir que no está angustiado, pero tanto él como yo, sabemos que lo que dijo el dentista al salir del consultorio fue grave. Franco intenta pasear su lengua desde el fondo, empezando por los molares y deslizándola por los premolares, después por los caninos hasta terminar en el incisivo superior izquierdo. Pasa su lengua tras el diente y lo siente. Sabe que está ahí. No sabe qué es; el dentista no quiso contarle. Solo le dio una mirada grave y dijo lo que dijo. Sus palabras, no las mías. Aunque el doctor es solo una pieza de mi relato, es más independiente de mí de lo que lo es Franco, así que lo dicho por él, seguramente debe ser cierto. Él es el dentista y yo solo estoy escribiendo lo que le sucede a Franco. Franco aparece ante mí, no hay un plan ni un rumbo determinado. Solo creé a Franco, solo le escribo hacía donde ir, pero según surge la necesidad de mover a Franco, no porque arbitrariamente haya decidido moverlo o porque sepa hacia dónde va. Tanto Franco como yo lo ignoramos y, mientras escribo, solo intento contar lo que le va sucediendo a Franco.

Regreso a casa

Franco llega a su casa. Yo no le dije que fuera hacia allá. Solo llegó a su casa porque yo lo escribí, pero no porque escribiera que tenía que ir hacia allá. Eso fue decisión de Franco y yo solo digo lo que va sucediendo. Me distraigo un momento y ya se encuentra en el otro lado de la casa. Una casona vieja ubicada sobre la carrera séptima con calle cincuenta y siete. Esa casa estaba allí antes de que yo la escribiera. Lo que indica que existe todo un arsenal de cosas independientes de Franco y de que yo las escriba en este relato. ¿Hasta dónde puedo controlar esto? No lo sé, pero, por ahora, sé que la casa estaba allí antes de que yo la escribiera. Sin embargo, escribí que era la casa de Franco, ergo, debe serlo. 

Búsqueda

Franco está del otro lado de la casa, pero no sé dónde se encuentra puntualmente. Lo escucho recorrer el altillo y luego correr por las habitaciones del segundo piso que dan hacia el patio interior de la casa. Y aunque sé dónde ha estado porque yo lo escribo, al asomarme a donde creo está, veo que no está en ningún lado. Lo escucho en la cocina, me dirijo hacia allá y no lo veo. Sé que está en la casa, lo escucho, yo estoy escribiendo que Franco está en la casa y él es Franco, así que debe estar en la casa. Sin embargo, por más que sigo recorriendo la casa, no lo encuentro. Tal vez se oculte en una habitación que no he visto, puesto que no he visto la casa en su totalidad por dentro. Tal vez Franco sepa más de la casa que yo, al fin y al cabo, allí es donde lo he puesto. Me gustaría llamarlo, pero, la verdad, pienso que lo más seguro es que crea que ha enloquecido y no que es un producto de mi relato, que él no existe, que solo le permito existir en la medida que voy nombrando dónde está y en dónde ha estado. 

Ad ed impsum

Llevo varios minutos en silencio. Franco ya no está en la casa. He mirado en sus gavetas y en el armario y no encuentro nada. Aunque no sé si al situarlo en la casa, Franco traía sus propias cosas o yo debía dárselas. Por eso, no puedo descartar que se haya fugado. Una respiración cercana se escucha. He recorrido cada habitación, pero no encuentro de donde proviene. Y, sin embargo, la sigo escuchando. Una respiración pausada, aunque algo nerviosa, se escucha en la casa o creo oírla en la casa, porque la escucho cerca, demasiado cerca, como si viniera de mi interior. Algo empieza a molestarme la boca, algo detrás del incisivo superior izquierdo. Un sonido metálico resuena como un eco en mi cabeza, un aroma cobrizo se entromete en mis narices. Paso la lengua y lo siento, sé qué es porque el doctor lo dijo, sé qué es, pero prefiero no escribirlo. 

Relato por: Daniel Abril
Ilustración por: The art of animation

Alguien golpea la puerta

Alguien está golpeando. Hace mucho me dejó de importar quien golpeaba. He prescindido de esa sensación de culpabilidad que me daba el no atender llamadas o a la puerta. Hace mucho que eso no me importa.

Sé que no es ella la que golpea. Ya no tengo esa sensación de que es ella la que está del otro lado.

Hace mucho dejé de esperar, de esperarla. Aún hay una cerveza en la nevera de aquella noche.

Siguen golpeando. Alguien del otro lado golpea con suavidad, con los nudillos, pero no como un golpe, sino como un toque. Toca con delicadeza.

La cerveza, sigue ahí, aun no la he abierto. No quiero hacerlo. Tengo sed, pero alguien golpea la puerta y no quiero tomarme la cerveza del refrigerador. No quiero abrirla.

Ella ya no va a volver. ¿Para qué esperarla? Ya no me pregunto eso hace tanto tiempo. Ya no la espero.

Se fue esa noche y volvió por sus cosas, días después, un día que ella sabía que no estaba.

Me dejó la vieja cazadora militar, un par de libros, incluso ese de Artaud que le había regalado. No dijo jamás adiós.

Solo fue una noche, una noche y determinó todo lo que sucedería después. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Acaso no se cansarán nunca de golpear afuera?

Tengo todo apagado, no emito ni un solo ruido y siguen golpeando, ¿por qué no se detienen? Creo que ahora golpean más fuerte, golpean y el sonido metálico de la puerta se extiende en la habitación como un ruido frío y seco.

Siento como las vibraciones suben por mi pierna y estremecen mis nervios, erizándome los músculos. Un sudor frío empieza a recorrerme. Los golpes son cada vez más fuertes y ya no hay intervalos, es como un golpe sin pausa, sin fin. Quien esta del otro lado, aun no deja de golpear, ¡no deja de golpear!

Temo asomarme. ¡¿Y si es ella? ¿Y si decidió volver? ¿Y si por fin está aquí?!

No alcanzo a verme al espejo, espero verme bien. ¿Cómo era que le gustaba que llevara el cabello?

Por fin ha vuelto, por fin. Para terminar con este silencio, con esta soledad.

Voy a abrir la puerta, es ella. Cuando ya no la esperaba ha decidido volver. Tensiono mis músculos y aprieto un poco los ojos.

¿Qué voy a decirle? ¿Qué voy a decirle ahora que ya no la esperaba? ¿Qué voy a decirle ahora que se ha ido?

Tengo sed. La cerveza está en la nevera desde aquella noche. Aún temo abrirla, temo abrirla y que todo lo que sucedió esa noche me vuelva a la cabeza, claro; como si fuera cosa de un par de horas anteriores.

Los golpes por un momento se detienen. Pasan unos segundos, que no tardan en ser minutos, hasta que hay los suficientes de ellos amontonados para decir que ha pasado media hora.

Golpean de nuevo.

Voy a la nevera. Saco la cerveza. Golpean de nuevo la puerta. Con delicadeza, unos nudillos suaves y delgados de un color moreno se dejan caer sobre la puerta metálica.

Sé que no volverá. Estoy seguro de eso.

Alguien golpea la puerta, pero hace mucho me dejó de importar quien golpeaba.

Relato por: Daniel Abril
Ilustración por: Shwin

La tragedia de una bala


El estallido anuncia el inicio de la obra. El aire se inflama y el fuego, como siempre, anuncia el origen de algo que nos antecede. La bala inicia su recorrido sin saber su destino, sin saber quién o qué dio acción a la violenta oscilación de su existencia. Metálicos pensamientos la electrizan mientras su blanco alcanza. No sabemos si la bala sueña. No sabemos si quería ofrecer su vida a la violencia. La bala parece no cuestionárselo. Indiferente, sigue su rumbo de asesina férrea y cruel, concentrada solo en el impacto, no intenta evadirse de su destino. El tiempo en ella sucede diferente al de nosotros. Antes de alcanzar su objetivo, la bala ha sido testigo de la secreta intimidad de una vida. El aroma de los parques en la infancia, la angustia doméstica de las cosas pequeñas, la familiaridad de los recuerdos que se creía haber olvidado, la ausencia de una mano en especial cuando cae la noche. Miradas del porvenir y lo pasado cruzan su trayectoria.

No sabemos si en algún momento la bala lamenta su destino de féretro y a sí mismo se cuestiona. Lo único que sabemos es que ya es tarde, y para cuando la vida se le antoja, ya ha alcanzado su destino. El cuerpo del escritor se desploma pesadamente en el piso y la bala solo piensa en la velocidad con que todo se consumió así tan de pronto en la nada. Mientras la oscuridad se los lleva a ambos, no alcanza a observar como la pistola, aún humeante, cae de la mano de esté sobre la alfombra vino tinto que anunciaba desde un principio que el telón ya había caído mucho antes de iniciar la obra.

Relato por: Daniel Abril
Ilustración por: Thomas Danthony